Hace tiempo vivía en el pueblo de Lantz, en Nafarroa, un personaje muy popular al que llamaban Ziripot. Era un hombre grande y gordo que casi no podía andar ni tampoco trabajar, así que, para ganarse la vida, contaba viejas historias o cuentos y sus vecinos, quienes, a cambio, le regalaban comida.
—¡Mira, mira, Ziripot, lo que te traemos hoy!
Y le enseñaban una cesta llena de verduras, frutas y algún que otro pollo.
—¡Cuéntanos un cuento!
—¡Que sea divertido!
—¡No, no! Hoy queremos una historia de amor.
—¡Bah! Mejor una batalla.
Y así pasaron los meses y los años hasta que, de pronto, un día apareció en Lantz un gigante llamado Miel‐Otxin. Era feroz y malvado, abusaba de las gentes y les robaba todo lo que tenían. Con él iba una criatura extraña, mitad hombre y mitad caballo, cuyo nombre era Zaldiko.
Los dos se establecieron en Lantz y exigieron que el pueblo se sometiera a su voluntad. Todos los días, Miel‐Otxin y Zaldiko se situaban en medio de la plaza, los herreros ponían herraduras nuevas en las patas del centauro y los habitantes del lugar, atemorizados, desfilaban uno por uno delante del gigante y su ayudante, depositando a sus pies todo cuanto poseían.
Sólo Ziripot no podía llevar nada, porque nada tenía.
—¡Eh! ¡Tú! ¡El gordo! ¡Ven aquí!—gritó Zaldiko.
Pesada y lentamente, Ziripot se acercó.
—¿Por qué no traes nada? —le preguntó el hombre‐caballo, haciendo restallar su látigo.
—No tengo nada —fue su respuesta.
Furioso, Zaldiko se abalanzó sobre él y lo golpeó con rabia una y otra vez, hasta que el pobre Ziripot cayó a tierra. Intentó levantarse pero no pudo, debido a su enorme peso.
Unos cuantos vecinos intentaron ayudarle, pero Zaldiko, con su látigo, no les dejó acercarse. Se hizo de noche, la plaza quedó desierta y el gordo Ziripot quedó en medio de ella sin poder moverse.
Ya pensaba en que tendría que quedarse allí cuando, de entre las sombras, fueron apareciendo los vecinos, que sigilosamente le ayudaron a levantarse y lo llevaron a su casa.
—¡Esto no puede seguir así! —dijo uno.
—¡Nos van a dejar sin nada! —añadió otro.
—¡Hay que encontrar una solución! —exclamó un tercero, y todos quedaron en silencio.
—Una vez —comenzó diciendo Ziripot—, una gran piedra cayó rodando desde el monte y fue a parar delante de un caserío, tapando la entrada. El dueño intentó, desde dentro, mover la piedra, pero era muy pesada y no pudo. Salió por la ventana e intentó moverla desde fuera, pero tampoco pudo, pues la piedra seguía siendo igual de pesada. Pasó muchos días pensando en cómo solucionar su problema, hasta que se le ocurrió pedir ayuda. Llamó a sus vecinos y entre todos quitaron la piedra.
Los vecinos se miraron unos a otros, cogieron todo lo que encontraron a mano: estacas, azadas, layas, horcas..., y fueron en busca de Miel‐Otxin y de Zaldiko. Este último pudo escapar gracias a sus patas de caballo, que corrían velozmente, pero el gigante fue capturado. Los vecinos lo condenaron en juicio público, lo ahorcaron y quemaron sus restos en la plaza.
Lantz recobró la tranquilidad y Ziripot siguió contando cuentos y leyendas hasta el fin de sus días.
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