(Sobre los gentiles se han contado muchas leyendas, aunque no todas coinciden con la descripción física de éstos personajes mitológicos. La leyenda que nos ocupa los describe como cíclopes, coincidiendo más con la descripción de Tartaro, aunque la cueva de este lugar recibe el nombre de Gentilcoba)
La leyenda, recogida en Ilarduia por el cura del pueblo Carlos Ortiz de Zárate cuenta que en una ocasión un hombre de Eguino se aventuró por el monte, como en otras ocasiones; pero para su desgracia, se topó con unos gentiles que lo capturaron con la intención de comérselo. Cuando llegaron a la cueva en la que residían, una vieja gentil exclamó gozosa por entre los roídos y negruzcos dientes.
-¡Higadillos frescos quiero!¡Higadillos frescos quiero!-
El hombre se dio cuenta de que su situación no era muy halagüeña para él, por lo que empezó a pensar en la forma de huir de allí. Calculó que si les pedía que le dejasen hacer sus necesidades, aduciendo padecer un fuerte dolor de tripas, quizás podría tener suerte y se podría escapar. Efectivamente, ellos accedieron a su petición pero, intuyendo sus intenciones, le ataron una cuerda al pie y le señalaron la peña tras la cual podría ir.
El vecino se fue tras la peña. Al cabo del rato le preguntaron:
- ¿Has acabado?-
Él respondió: -Todavía no.-
La pregunta se la hacían de forma intermitente. Además para asegurarse que estaba allí, estiraba de la cuerda cada cierto tiempo.
El avispado prisionero ató el cabo a una raíz e, inmediatamente después de que le hiciesen la última pregunta, comenzó a ascender montaña arriba. Sus guardianes estiraban de la cuerda y comprobaban que todavía estaba allí.
Pero cansados de su tardanza, le insistieron con las preguntas y al ver que no había respuestas comprendieron el engaño y se lanzaron a una feroz búsqueda, acompañados de dos de sus sanguinarios perros.
Los perros siguieron su rastro y, en un momento determinado comenzaron a dar vueltas, desorientados, síntoma inequívoco que habían perdido su pista. Los enormes gentiles abandonaron la caza, pensando que ya estaría muy lejos. Sin embargo, muy cerca de ellos, conteniendo la respiración se ocultaba el vecino de Eguino en lo alto de un viejo roble, a salvo de la mirada de sus perseguidores y del olfato de los sabuesos.
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