Hace muchos siglos había en Zaldiaran, en Araba, una hermosa torre, de la que hoy, desgraciadamente, sólo quedan las ruinas. Don Pedro, señor de la torre, era respetado y amado por sus gentes debido a su valor y buen hacer en la defensa y administración de las tierras que gobernaba. Estaba casado con doña Assona, y su vida transcurría sin muchos sobresaltos. Pero, después de un largo período de paz, los navarros musulmanes Banu Qasi, que ocupaban las tierras del Ebro, penetraron en Araba, y el señor de Zaldiaran, al igual que otros muchos, tuvo que disponer a sus hombres para la lucha. Don Pedro se distinguía por su bravura al entrar en combate contra el enemigo; siempre iba a la cabeza de los suyos y no permitía que otro ocupase su lugar en los momentos de peligro. Pero, un día, durante un combate especialmente duro, un soldado musulmán le atravesó el costado con su lanza y el caballero cayó del caballo sin sentido. Cuando sus hombres lo vieron en el suelo, cubierto de sangre, creyeron que estaba muerto y emprendieron la retirada. Pronto llegó la mala noticia a la torre de Zaldiaran, y todos lloraron con doña Assona la muerte de tan querido señor. Pero don Pedro no había muerto. Abrió los ojos e intentó moverse. —No te muevas, la herida no se ha cerrado —oyó que le decía una voz de mujer. La que así hablaba era una joven, hermosa como un sueño, que le sonreía mientras pasaba un paño mojado por su frente. El caballero intentó hablar, pero tenía la boca seca. —No hables. Estás en una fortaleza de los Banu Qasi y temo que tendrás que quedarte aquí durante mucho tiempo. El señor de Zaldiaran se curó, pero lo mantuvieron como rehén, al igual que a otros caballeros alaveses cogidos prisioneros. Durante cuatro largos años estuvo don Pedro en aquella fortaleza sin poder comunicarse con los suyos, pero la joven que lo había cuidado, cuyo nombre era Zaida, era tan dulce y tan hermosa que no tardó en enamorarse de ella. De aquellos amores nacieron dos niños, y el caballero llegó a olvidar su casa y su esposa, doña Assona, que, en Zaldiaran, lloraba todavía su pérdida. Pero, al igual que llegó la guerra, llegó la paz, y los rehenes fueron liberados. Don Pedro sintió una gran necesidad de regresar a su hogar. Partió, pues, no sin antes prometer a su amada que regresaría para buscarlos a ella y a los niños. Zaida lo vio marchar con lágrimas en los ojos desde las almenas de la fortaleza. El regreso del señor de la torre fue una fiesta. Doña Assona no cabía en sí de felicidad; los parientes y amigos y todas las personas de la torre festejaron durante muchos días el regreso del que creían muerto. Don Pedro no volvió a acordarse de su otra mujer, la joven mora, y de los hijos que había dejado en la fortaleza de los Banu Qasi. Abandonó su torre de Zaldiaran y se fue a vivir a Gasteiz, donde ocupó un cargo importante al lado del conde de Araba. Pero Zaida no había olvidado y continuaba esperando el regreso de su enamorado. Esperó y esperó, y pasaron otros cuatro años. Entonces, decidió ir en su busca. Cogió a sus hijos y se encaminó por tierras alavesas hasta llegar a la torre de Zaldiaran, pero allí ya no vivía nadie. —Ésta es su casa y algún día volverá, y nosotros estaremos aquí esperándole —pensó Zaida, y se sentó a esperarle en los escalones de la entrada. Pero don Pedro no volvió. Pasaron los años y los siglos. Un día, una pastora que andaba con su rebaño por los alrededores de las ruinas de la torre vio algo que la dejó asombrada: allí, en los escalones de lo que una vez había sido la entrada principal, estaba sentada una señora, y dos niños jugaban tranquilamente a su lado. Llevaban ropas extrañas y la señora se peinaba sus largos cabellos negros con un peine de oro que brillaba al sol. La pastora se acercó llena de curiosidad, pero, en cuanto la vieron, los tres desaparecieron entre las ruinas. La joven cogió el peine de oro que la extraña dama había perdido en la huida. Llamó, pero nadie le respondió, así que se guardó el peine y fue a recoger el rebaño para volver a casa. No había andado ni veinte pasos cuando oyó una voz que le decía: —Dame mi peinedere. Al girarse, vio que la dama misteriosa le seguía. Sintió miedo y echó a correr, pero la dama también echó a correr, repitiendo sin cesar: —Dame mi peinedere, dere, dere. La pastora tiró el peine al suelo y siguió corriendo sin volver la vista atrás. Desde entonces, muchos han sido los que han querido ver a Zaida y a sus hijos, aunque, que se sepa, hasta hoy nadie lo ha conseguido.
Fuente: "Leyendas de Euskal Herria" de Toti Martínez de Lezea y Juan Luis Landa
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