Ilustración de Juan Luis Landa |
Cerca del pueblo alavés de Birgara, en el monte Kapildui, existe una sima de la cual se habla en varias leyendas diferentes. Es la morada de unos genios que aparecen bajo figura de toro, carnero u oveja, y cuentan los pastores que en su interior hay un becerro de oro guardado por brujas y otros seres temibles. Hubo una vez un pastorcillo que llevaba a pastar su rebaño a las cercanías de la sima de Kapildui. Solía sentarse frente a la cueva y pensaba en todas las cosas de las que hablaba la gente, los tesoros, las brujas y monstruos que los guardaban. A veces soñaba que él era un gran guerrero que entraba sin ningún temor en el interior de la sima, luchaba contra los guardianes del tesoro y se lo llevaba a su casa; todo el mundo le aclamaba y su madre era muy feliz por tener un hijo tan valiente. Alguna vez se había asomado al interior de la sima, pero la oscuridad y los gritos que creía oír le habían helado la sangre. Un día, estando como de costumbre sentado frente a la cueva, vio salir de su interior a un corderito negro que balaba tristemente. Al principio creyó que el animal era uno de aquellos espíritus de los que hablaba la gente, pero el corderito lo miraba con unos ojos tan tristes que enseguida pensó que se había perdido de algún otro rebaño y se había resguardado en la cueva. El pastor se acercó al cordero y lo acarició, pero al instante notó que una fuerza enorme lo arrastraba hacia el interior de la sima, y hasta creyó oír que el cordero se reía con una risa que le puso los pelos de punta. Arrastrado hasta la parte más profunda de la sima, el pastor se encontró de pronto en una sala iluminada por unas grandes hogueras, cuyas llamas llegaban hasta el techo. El muchacho advirtió que el corderito negro había desaparecido y que estaba completamente solo. Entonces fue cuando se fijó en una estatua que estaba encima de una plataforma. ¡Era el becerro de oro del que hablaban las leyendas que le contaba su abuela! Se acercó para verlo mejor, y la cabeza empezó a darle vueltas. El becerro era de oro y brillaba más que el sol del mediodía. —¡Qué suerte! ¡He encontrado el tesoro! —exclamó en voz alta. Entonces, el becerro abrió los ojos y miró fijamente al pastorcillo. Eran unos ojos rojos, tan brillantes como las llamas de las hogueras. —¡Son los ojos del diablo! —dijo el chaval, aterrorizado. —¡Tú lo has dicho! —contestó la estatua sin abrir la boca—. Muchos han sido los que han querido entrar en mi morada y apoderarse de mis tesoros, pero ninguno ha salido con vida de aquí. Tú sí saldrás esta vez, pero nunca más intentes volver, porque no tendré piedad. Una lametada de oveja despertó al pastor. Durante unos segundos, no supo dónde estaba, luego se dio cuenta que estaba en el mismo lugar de siempre, frente a la sima de Kapildui, rodeado de sus ovejas. Recordó lo ocurrido y se echó a reír. —¡Menudo sueño he tenido! Un triste balido le hizo mirar hacia la entrada de la cueva. ¡Allí estaba el corderito negro de su sueño! Los dos se miraron durante un rato, y después el pastor se levantó rápidamente, recogió a sus ovejas y regresó al pueblo lo más deprisa que pudo. Nunca contó su sueño a nadie, pero tampoco volvió a la sima en toda su vida.
Toti Martinez de Lezea
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