Era Don Diego López de Haro, señor de Bizkaia en el siglo XIV, un gran cazador y siempre que podía, salía a cazar algún jabalí o algún otro animal de los que abundaban por Euskal Herria en aquellos tiempos.
Un día que se encontraba de caza, oyó cantar a una mujer en lo alto de una peña. Su voz era tan bella que Don Diego no pudo resistirse a su encanto, y se dirigió hacia la peña para conocer a loa dueña de tan vello canto.
Al verla se quedó atónito, pues jamás había conocido a una mujer tan hermosa. Era alta y esbelta, con unos ojos negros que contrastaban con el rubio dorado de sus cabellos, que caían por debajo de sus rodillas. Llevaba un vestido verde bordado con hilos de oro y una cinta en la frente, también de oro.
Era tal su esplendor, que Don Diego se enamoró locamente de ella.
-¿Quién eres?- Le pfreguntó.
-La señora de Amboto- Respondió ella.
-Puesto que tu eres señora de Amboto y yo señor de Bizkaia, ¿quieres casarte conmigo?
La Dama aceptó, pero le hizo prometer a Don Diego que nunca haría la señal de la cruz en su presencia. Se casaron y tuvieron una hija, Urraka, y y un hijo, Iñigo Guerra.
Pasaron los años y reinaba la felicidad en la casa de Don Diego López de Haro. Pero un día el señor volvió de la caza con un enorme jabalí que había capturado que los encargados de la cocina habían dispuesto con una rica guarnición para la cena. Cuando toda la familia estaba sentada en la mesa, dos de los perros de la casa entraron ladrando, pidiendo parte del banquete. Uno de los perros era un gran Alano bastante fiero, y la otra era una perrita de aguas mucho más pequeña. Don Digo les lanzó una de las patas del jabalí y los dos perros se abalanzaron sobre ella disputándosela. Para sorpresa de tod@s, la pequeña perrita mató al alano y se marchó corriendo arrastrando la pata de jabalí. Don diego no pudo contenerse e hizo la señal de la cruz, al tiempo que exclamaba:
-¡Dios mío! ¡Jamás había visto algo igual!
En ese mismo instante, Mari cogió a su hija Urraka de la mano y salieron volando por la ventana . Nunca más se supo de ellas.
Pasaron los años y, durante una guerra contra los castellanos, Don Diego fue hecho prisionero y encerrado en una fortaleza en Toledo. Iñigo Gerra pidió consejo para liberar a su padre, pero nadie sabía el modo de hacerlo, hasta que un anciano de larga barba blanca le dijo:
-Iñigo, si quieres ayuda, ve a buscar a tu madre. Ella sabrá decirte lo que debes hacer.
Así pues, Iñigo se dirigió hacia el monte Amboto y allí encontró a Mari subida en una peña.
-Querido hijo- habló Mari. -Ven hacia mi, porque ya se que vienes a preguntarme cómo liberar a tu padre de aquella prisión.
Mari lanzó un grito y apareció un hermoso caballo blanco ensillado.
-Este es Pardal- Continuó diciendo la Dama. -Te lo doy y con el ganarás batallas, pero nunca debes quitarle la silla, ni darle de comer o de beber. En el mismo día de hoy te llevará a Toledo y os traerá a ti y a tu padre de vuelta a casa.
Así fue, Iñigo montó en el caballo y, al momento, se encontró en el patio de la fortaleza en la que se encontraba su padre prisionero. Cuando lo encontró, lo cogió de la mano, lo llevó hasta el caballo y ambos montaron regresando a Bizkalla sin que ningún soldado castellano hiciese nada por detenerlos, pues se habían vuelto invisibles.
Desde entonces todas las entrañas de las bacas que se sacrificaban en la casa del señor de Bizkaia eran colocadas en una peña cómo ofrenda a la Dama del Amboto. Y se decía que, de no hacerlo, caería una desgracia sobre Don Diego López de Haro y sus descendientes, cómo asó ocurrió años más tarde, cuando un tataranieto de Don Diego dejó de hacer la ofrenda, y este perdió un ojo por no seguir la tradición.
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